LAOCOONTE
LAOCOONTE
Parte primera
Era de noche, la luna llena rielaba y cabrilleaba sobre las calmadas aguas del Mediterráneo, el Mare Nostrum, me apeteció dar un paseo por la playa pisando la arena descalzo y dejando que el calmo vaivén de las aguas al romper suavemente en la orilla mojara mis pies. El día había sido como todos, compra matinal, periódicos pan y todo eso, lectura, toma del sol bajo la sombrilla -faltaría más con lo puñetero que se está poniendo eso de tomar el sol con lo del agujero de la capa de ozono- cañita y cigarrito después del baño, comida, sesteo al arrullo de las palabras del narrador de la etapa del tour de Francia... ¿qué tendrá esta carrera para que produzca tal sopor?, con lo jodido que lo tienen que pasar los pobres pedaleantes dale que dale por esas cuestas gabachas para que el desagradecido espectador de sillóncicling cierre los ojos poquito a poco y... claro, es el verano. Luego por la tarde el consabido y puto paseo; Hola, ¿qué tal?, ¿Para muchos días?, nosotros vinimos ayer, Mariví también viene mañana su marido trabaja hasta el viernes... y digo yo ¿queda alguien en Zaragoza?, ¡coño si están todos aquí!. Y así un día tras otro. Creo que la playa se ha hecho vieja, ya no hay señoras de las de antes, ni dentro ni fuera. Y es verdad, hace años era un placer tomar el sol o bañarte en la playa y ver como iban pasando por delante de tus ojos una pléyade de bañistas elegantes, cuando digo bañistas solo me refiero a los del sexo femenino pues como la palabreja es neutra vale para ambos sexos y no vamos a entrar en disquisiciones metafóricas de miembros y miembras como la ministra Aido; hasta las autóctonas estaban de chúmame domine -hoy deben ser las mismas pero con veintitantos años más y la misma cantidad de kilos añadidos sobre su esqueleto- y no tengo nada en contra de las llenitas, al contrario, me gustan más que las escuálidas, ofrecen un inmejorable aspecto de lozanía, incluso maternal diría yo- y no les digo nada cuando les dio por aligerarse de la parte de arriba del bikini por aquello de que ya estaba bien, que los hombres pasaban menos calor al usar una prenda de una sola pieza y ellas ¿porqué habían de ser menos?, se las veía espectaculares a las más de ellas. Ahora... ¡ahora tenía que estar prohibido!, so pena de haber pasado antes un examen previo ante la autoridad municipal competente, por aquello del deterioro del medio ambiente, cualquier desfachatada desparrama sus tetas sin pudor a la vista incluso de los más tiernos infantes, que son los que de verdad más entienden de tetas, vocingleras, chapurreando la mayoría un catalán tan horrible que si mosen Jacinto Verdaguer levantara la cabeza las encorría a todas a bonetazos. ¿Y por la tarde?. ¡Ah el paseo!. ¿Do son aquellas damitas de piel dorada por el sol?, el pelo suelto, con sus vestidos ibicencos blancos o de colores suaves para dar contraste al color de la piel, largos casi hasta los tobillos, de delgadísimos tirantes que daban sensación de fragilidad sobre los hombros desnudos, como si se fueran a caer en cualquier momento, algunas con un escote holgado que permitían adivinar, y en muchos casos ver, los senos de la dama en cuestión, abundantes y firmes en unas y más chiquitines en otras, sandalias de tiras o zapatos del mismo material y con un ligero tacón las más bajitas. Eso era la playa. Ahora... todas con sus pantalones horribles, camisetas ajustadas y cortas, enseñando ombligos incrustados bajo una masa de carne trémula y perforados los más con esa especie de increíbles pendientes, queriendo aparentar lo que la naturaleza ya les niega y la ciencia todavía no alcanza a proporcionarlo. Y no te digo las jóvenes, que también las hay que desperdician la fina estampa que proporciona la edad juvenil y la entierran bajo unos ropajes infames, raperos... de mierda; en fin, que la playa ya no es lo que era, o tal vez el que no lo sea, sea yo...
Y no sé porque pero cada vez que me paseo de noche por la orilla del mar, sintiendo ese frescor del agua en mis extremidades que agudiza el pensamiento y te despeja la mente tanto, que ésta vuela, comienza a imaginar y... alguna vez eso se hace realidad, las imaginaciones no son tales. Ese día había sido lunes, un espléndido lunes del mes de Julio por más señas, contemplaba ensimismado como les digo el maravilloso espectáculo de la mar con la luna llena recién emergiendo por el horizonte, por el sureste como debe ser una salida de luna elegante, rojiza, enorme, no serían aun las once de la noche y mis ojos no daban crédito a lo que de repente surgió ante ellos. Allá donde las aguas de la mar comienza a tomar ese tinte blanco por la espuma y el reflejo de la luz del satélite, justo a unos metros de mí, vi como surgía de ellas una figura majestuosa, sobre una especie de carro tirado por al menos seis magníficos istrícidos con sus lomos rematados por espeluznantes acúleos, que luego pude comprobar eran elásticos para no dañar a su propietario. Ante mí había aparecido majestuoso Laocoonte. Sí, el mismo en persona, con su rizada barba y cabellera abundante tal como Hagesandro, Polidoro y Atenodoro lo esculpieran a principios de nuestra era, con sus hijos pero sin la serpiente -esta ya habría fenecido o se habría perdido en el largo trecho en carro desde Rodas- el carro debía ser el de Cibeles, diosa de la tierra, de la vida y de la resurrección, pero no estaba tirado por leones, sino, como les he dicho antes, por imponentes istrícidos. Advirtió que lo estaba mirando incrédulo y con voz estentórea y atronadora me dijo...
-“от Уикипедия, свободната енциклопедия”.
No le entendí nada, pero uno de sus hijos que debía haber salido aventajado en esto de los idiomas, o no se había quedado anclado en siglo I me repitió la frase en nustro idioma, “¿Donde coño hemos venido a parar?”. Le respondí que a Calafell, un pueblo de lo que fue la Hispania para ellos, provincia de la Tarraconense. Fue el preludio de una plática agradable y enriquecedora que se prolongó hasta pasada la media noche y que les terminaré de contar si lo consideran interesante...
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